14-01-14


Iba manejando vigorosamente mi sucio Mirage por las cacarizas calles del centro viejo de la ciudad, un caluroso 14 de enero. El sol me quemaba rico en los brazos, el estéreo gritaba que había que dejar a las niñas besar a los niños, que el mundo perdonara los pasados y pedía desgarradoramente que lo dejarán morir por el rocanrol. No podía estar más de acuerdo.

No era la primera vez que me sentía así: cansado, desvelado, desequilibrado bioquímicamente; al ritmo frenético de las guitarras del Señor Corgan me imagino lo bien que caería una fría cerveza como complemento al viaje.

Y de pronto me doy una bofetada mental que me cambia una sonrisa boba por otra igual: me siento enfermo por que lo estoy y me estoy moviendo por que es importante para alguien más.

El lunes 13 fue el primer día entre 5 que desperté sin fiebre. Cinthya me cuidó admirablemente, en especial para alguien que carga una pansa de 39 semanas de embarazo. También fue el día en que los dolores llegaron. Desde las 7 de la tarde se apoderaron de su vientre y con voracidad se volvieron más frecuentes y más intensos.

A la media noche llegamos a la clínica con la vista firme pero el cuerpo ya muy cansado, yo la veía sufrir y la escuchaba impotente y lo único que podía hacer era dejarme magullar y estar de pie a su lado. Así qué eso hice por 4 horas. Vi el inicio y el amargo final de un trabajo de parto que nos agotó a todos.

Más de una vez me habían preguntado si iba a entrar. No podía imaginarme un evento como ése sin estar a su lado, sufriendo con ella, dándole la fuerza que tuviera en mí. Y ni el hambre ni el sueño se escuchan cuando por amor se aguantan. Pero el dolor de la persona que amas se siente más fuerte que el propio.

Cuando las contracciones seguían yéndose sin traernos a Dío, la mirada de Cinthya me dolía más y más en el pecho, más me mordía los ojos y con más fuerza le devolvía una sonrisa que buscaba darle paz para que se mantuviera en su misión.

Pero no. El diálogo entre la gente de azul me robó el aliento por un segundo, me sentí triste y asustado, pero no había tiempo para eso. Prepararon la sala y nos fuimos allá. Ella y el equipo médico entraron primero, yo tuve que esperar en la puerta durante siglos enteros en silencio, sólo escuchando las mareas de mi respiración, pesada, caliente.

Por fin me dejaron entrar, me senté junto a Cinthya, le tome la mano y la miré. Asomaba brevemente la cabeza hacia el otro lado de las sábanas: guantesillos cubiertos de sangre cubriendo manos hábiles. Mis pensamientos estaban con ella, compungido por su sufrimiento, seguro que estarían bien ella y también él. Y finalmente, después de un tiempo que no pude medir con exactitud, lo vi nacer: sólo su pierna, sólo una mancha blanca ensangrentada y, en un grito que sigue haciendo eco en el universo, volvió de agua mis ojos y se tatuó en lo más profundo de mi alma.

Cuando terminaron de coser a Cinthya salí del quirófano buscando a Dío, y ahí estaba en la habitación siguiente: desnudo, libre, vivo, con disfraz de mono astronauta en su sonda terrenal.

Desnudo, libre, vivo... Así me sentía aquel caluroso 14 de enero mientras manejaba vigorosamente mi sucio Mirage, pensando como 1+1=3=1

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